Más allá de seis ríos y tres
cadenas de montañas surge Zora,
ciudad que quien la ha visto una
vez no puede olvidarla más.
Pero no porque deje, como otras
ciudades memorables, una imagen
fuera de lo común en los
recuerdos. Zora tiene la
propiedad de permanecer en la
memoria punto por punto, en la
sucesión de sus calles, y de
las casas a lo largo de las
calles, y de las puertas y de
las ventanas en las casas,
aunque sin mostrar en ellas
hermosuras o rarezas
particulares. Su secreto es la
forma en que la vista se desliza
por figuras que se suceden como
en una partitura musical donde
no se puede cambiar o desplazar
ninguna nota. El hombre que sabe
de memoria cómo es Zora, en la
noche, cuando no puede dormir
imagina que camina por sus
calles y recuerda el orden en
que se suceden el reloj de cobre,
el toldo a rayas del peluquero,
la fuente de los nueve
surtidores, la torre de vidrio
del astrónomo, el puesto del
vendedor de sandías, el café
de la esquina, el atajo que va
al puerto. Esta ciudad que no se
borra de la mente es como una
armazón o una retícula en
cuyas casillas cada uno puede
disponer las cosas que quiere
recordar: nombres de varones
ilustres, virtudes, números,
clasificaciones vegetales y
minerales, fechas de batallas,
constelaciones, partes del
discurso. Entre cada noción y
cada punto del itinerario podrá
establecer un nexo de afinidad o
de contraste que sirva de
llamada instantánea a la
memoria. De modo que los hombres
más sabios del mundo son
aquellos que conocen Zora de
memoria.
Pero inútilmente he partido de
viaje para visitar la ciudad:
obligada a permanecer inmóvil e
igual a sí misma para ser
recordada mejor, Zora
languideció, se deshizo y
desapareció. La Tierra la ha
olvidado.